miércoles, 3 de mayo de 2017

¿Rebelión en el imperio de la censura?

Encontronazos entre el más rancio inmovilismo y quienes apuestan por una apertura de espacios a la información



Karina Marrón, subdirectora del diario Granma, y José Ramírez Pantoja, periodista holguinero expulsado de Radio Holguín
De existir una pugna entre dos facciones de la cúpula gobernante, una más pragmática, partidaria de hacer cambios, por una mera cuestión de supervivencia, y otra ortodoxa e intransigente, cerrilmente opuesta a esos cambios, es en el terreno de la prensa oficialista donde más se hace sentir.
Últimamente, y en particular, a partir del VII Congreso del Partido Comunista, donde logró imponerse la tendencia ortodoxa continuista, los ‘tira y encoge’ más o menos disimulados han pasado a ser forcejeos y amenazan con convertirse en una batalla frontal del más rancio inmovilismo contra los mínimos espacios a la información que parecían estarse abriendo con cautela y timidez en el país.
Y no se trata de los periodistas independientes, contra los cuales, como de costumbre, siguen los arrestos y decomisos de sus instrumentos de trabajo. También son cuestionados y presionados los blogueros de los medios digitales que se muestran moderadamente críticos, “dentro de la revolución”, como Joven Cuba, Periodismo de Barrio, El Toque, El Estornudo, y a los periodistas oficialistas les advierten que tendrán que enfrentar las consecuencias de publicar en páginas digitales financiadas desde el exterior, como OnCuba Magazine o Progreso Semanal, que son calificadas como “contrarrevolucionarias”, aunque en ellas ni por asomo aparezcan comentarios desfavorables al régimen. Y ni pensar en sitios como Diario de Cuba y CubaNet, que han vuelto a ser bloqueados y parece que lo estarán por largo tiempo, a tenor de la insistencia oficial en considerar que Internet es utilizada por el gobierno de los Estados Unidos como “arma de subversión” en contra del gobierno cubano.
Se sabe de varios comunicadores de los medios oficiales que han recibido reprimendas por lo que han escrito en sus blogs. Han sido llamados a ser más “responsables y cuidadosos con sus criterios”, lo que ha llevado a muchos de ellos a preguntarse cuál es entonces la pertinencia de dichos blogs, en los cuales se suponía que podían opinar con un poco más de soltura.
La remoción del coronel Rolando Alfonso Borges de la jefatura del Departamento Ideológico no ha significado un aflojamiento de las tuercas al periodismo, sino todo lo contrario: la mano de los censores sigue bien pesada.
Recientemente fue expulsado de Radio Holguín, donde trabajaba, José Ramírez Pantoja por citar quejas que hubo en una reunión de periodistas acerca del manejo de la información por parte del Estado.
Y ni siquiera escapan de las presiones los corresponsales extranjeros acreditados en el país. Uno de los más veteranos, el uruguayo Fernando Ravsberg, quien lleva más de 20 años en Cuba, primero trabajando para BBC Mundo y actualmente para Público, y quien habitualmente suele mostrarse en sus despachos condescendiente con el gobierno cubano y nada favorable a la oposición, ha tenido que soportar un chaparrón de ataques por parte de destacados testaferros oficialistas, como Iroel Sánchez y Darío Machado, del blog La Pupila Insomne, y Aixa Hevia, la vicepresidenta de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), solo por haber comentado el artículo de Machado “Medios de comunicación, democracia y realidades”, aparecido en CubaDebate, y salir en defensa de Ramírez Pantoja.
Aixa Hevia, llegó a sugerir que Ravsberg sea expulsado de Cuba, mientras que Iroel Sánchez, el cíber-esbirro en jefe, uno de los mandamases del Ministerio de Informática y Comunicaciones, nada menos que él, tuvo el cinismo de calificar a Ravsberg de “censor extremista” y “vulgar propagandista”.
Tiene razón Ravsberg cuando explica: “Quieren silenciar a todo el que no puedan utilizar para conseguir sus fines inmovilistas, su objetivo no es la prensa sino detener los cambios que impulsa el propio gobierno cubano”.
En la Unión Soviética, en la época de Gorbachov, la Glasnost, que buscaba generar un estado de opinión favorable a las reformas, tuvo que vencer la resistencia de la burocracia conservadora del Partido Comunista, opuesta a la Perestroika y que se sentía presionada por las críticas de la prensa.
Como decía Yákovlev, uno de los impulsores de la Glasnost, “solo utilizando las herramientas totalitarias es posible desmontar el totalitarismo”.
En Cuba, donde los reformistas no acaban de declararse como tales, los bonzos de la ortodoxia fidelista siguen empeñados en frenar los tímidos cambios raulistas. Y están decididos a que la prensa no les estorbe, sino que contribuya a sus nudos y trabazones, aunque tengan que reducirla aún más a la ridícula condición de mera repetidora de la más rancia propaganda ideológica. Por eso, a pesar de las exhortaciones que realizan desde hace años el vicepresidente Díaz-Canel y el propio Raúl Castro por un periodismo menos triunfalista y más crítico y analítico, las posibilidades de que ese periodismo se concrete, al menos por ahora, parecen bastante lejanas.
luicino2012@gmail.com


¿Volverse un mierda o meterse un tiro?


Me pregunto qué tenían en la cabeza aquellos censores que prohibieron “Un día de noviembre”



He vuelto a ver  la película “Un día de noviembre”, del fallecido director Humberto Solás. Las pocas veces que la han puesto en la TV, ha sido siempre  en el programa “De cierta manera”, que dirige el crítico Luciano Castillo. Gracias a Castillo y su programa, uno se entera de que hubo cine cubano antes de 1959, aunque no fuera portentoso (tampoco lo fue después, salvo contadas excepciones) y que no nació con el Instituto del Arte y la Industria Cinematográfica (ICAIC), como durante mucho tiempo nos quisieron hacer creer Alfredo Guevara y sus acólitos comisarios.
En dicho programa, que sale los jueves  en la noche por el Canal Educativo, también ponen películas que en su época no se pudieron exhibir. Es el caso de “Un día de noviembre”.   Realizada en 1972, no se pudo ver hasta casi veinte años después. Estuvo censurada, como hoy lo está “Santa y Andrés”, del joven realizador Carlos Lechuga, que no pudo ser exhibida en la más reciente edición del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. Solo que los tiempos y los cubanos ya no somos los mismos y no hay igual mansedumbre ante las órdenes de los censores. La prohibición de “Santa y Andrés” ha provocado las protestas de muchos cineastas, que siguen en su pugna por librarse definitivamente de la tutela del ICAIC, que más que representarlos, los amarra.
Digan lo que digan, aunque quieran destacar que en la era raulista se han abierto espacios que eran insólitos hasta hace unos años, la censura y los censores siguen inconmovibles. Solo que ya no alcanzan los niveles de aberración a que solían llegar. Como cuando prohibieron en 1961 el cortometraje PM, de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, por el delito de mostrar a gente que bebía y bailaba en los bares de la Habana Vieja y la playa de Marianao en vez de andar vestida con el uniforme miliciano y preparándose para defender a la revolución de la agresión yanqui que anunciaban era inminente.
Hoy uno se pregunta, además de la ciega obediencia al Máximo Líder y la porquería enchumbada en marxismo-leninismo-estalinista que recitaban de memoria, qué más tenían en la cabeza aquellos censores al prohibir una película como “Un día de noviembre”, que era puro teque panfletario, dentro de la revolución y un poquito más allá, apologética a pulso, neo-realismo socialista ICAIC al 100%.
Ah, pero era pleno Decenio Gris y los comisarios tenían las tijeras sueltas y luz verde para prohibir.
Era inadmisible que en aquella película se mostrara a un revolucionario, que se suponía fuese un ser de una estirpe superior, con serios problemas existenciales, que no podía superar los traumas que le dejó la lucha contra la dictadura de Batista, que no fuera capaz de crecerse y trabajar en la construcción de la sociedad socialista. Y que para colmo, tuviera dudas del relevo generacional, a pesar de los espesos discursos de sus compañeros y de su enamorada, encarnada por una muy joven Eslinda Núñez, uno de los principales rostros femeninos del cine cubano de los años 60 y 70.
Fue un desperdicio que Solás, siempre tan afecto a las heroínas de tonalidad operática, además de a Raquel Revueltas para aquella escena onírica chapuceramente calcada del neo-realismo italiano,  haya utilizado en “Un día de noviembre” a una actriz tan talentosa y bella como Eslinda Núñez para poner en boca suya, parlamentos que de tan tecosos, incluso para una muchacha adoctrinada por el romanticismo castrista-guevarista de aquella sarampionosa época,  resultan más que poco creíbles, francamente ridículos.
Esteban, el protagonista de la película, ya que no puede vencer la neurosis, se ve enfrentado, según le dicen algunos de sus compañeros, a la disyuntiva de “volverse un mierda o meterse un tiro”. Y no se sabe qué hace, porque Solás deja un final abierto… A propósito, en ese final, un grupo de jóvenes celebran su triunfo en la emulación socialista retorciéndose al ritmo del go go. ¿Sería ese gusto por la música del enemigo, ese retorcerse a la manera de los enfermitos, otro de los problemas ideológicos que encontraron los censores en “Un día de noviembre”?
Los censores y sus jefes, si alguna vez tuvieron el dilema de Esteban, supieron solucionarlo: se volvieron “unos mierdas”, se acostumbraron a ello, lo hallaron bien y hasta les gustó, y no se decidieron a “meterse un tiro”. ¡Qué lástima!


La última gran batalla del castrism


Quien de veras se atrinchera en Miraflores es el régimen cubano


Nicolás Maduro y Raúl Castro juntos en un acto oficial (Foto: Cubadebate)
 Pudiera pensarse que la tragedia vergonzosa que exhibe ante el mundo Venezuela en estos días no es más que la crisis provocada por Nicolás Maduro y compañía, que no quieren dejar el gobierno, pero no ocurre simplemente que el chavismo se aferre al poder. Quien de veras se atrinchera en Miraflores es el régimen cubano. En Venezuela el castrismo está librando su última gran batalla.
El imperio de opereta que quiso erigir Fidel Castro en este hemisferio con ayuda de Chávez y sus petrodólares, máxima expresión histórica de la perfecta idiotez latinoamericana, está llegando a su último acto entre estertores bufonescos, delirantes, nauseabundos y, por desgracia, también sangrientos.
El déspota cubano siempre tuvo dudas acerca del éxito duradero de una federación regional de dictaduras —sustentadas por el petróleo venezolano y controladas por agentes cubanos— que debieran someterse a elecciones populares de cierta credibilidad, pero no tenía otra opción para que sobreviviera su propio proyecto personal de satrapía.
No obstante, antes de morir, Fidel Castro fue testigo del principio del fin de esta tragicomedia llamada Socialismo del siglo XXI, sabiendo que su combate final se libraría en predios bolivarianos, su última providencia salvadora. Si recordamos cómo reprochó a los soviéticos no usar la fuerza para impedir la caída de aquel imperio, es obvio cómo intentaría evitar la caída de la actual marioneta chavista.
En este escenario, por doquier hallamos la presencia o al menos las huellas dactilares de los titiriteros cubanos que manejan la descomunal farsa. Desde cada decisión económica hasta la hipertrofia militar, pasando por el nuevo carnet de identidad o los “colectivos” de respuesta rápida y por los discursos del “mandante” Maduro, con signos inconfundibles como el engaño perenne, la insistencia en el error y la ciega determinación represiva.
Cada eslogan, por cínico, ambiguo y falto de significado real, parece arrancado de un letrero en alguna calle cubana. “La pelea es bailando”, se burlan esos provocadores de una pelea que termina con la orden de disparar sobre gente desarmada.
El irrespeto colosal por esos muchachos baleados por militares o por paramilitares, cuando dice el grotesco tiranuelo que “la juventud no puede ser llamada a quemar un hospital materno por 300 mil bolívares”, o que ellos han muerto engañados por esa oligarquía que les paga de acuerdo con la envergadura del acto vandálico que cometan.
La prensa cubana, aunque ha intentado no informar o desinformar llanamente sobre lo que ocurre, ha tenido que hablar de ello y se pregunta “¿cómo querer a una turba que incendia, desvalija comercios, asesina adolescentes, que ataca un hospital materno infantil?”, y los llama “rehenes (preñados de carencias materiales y del espíritu) de fuerzas nacionales e imperiales que pagan pero desprecian”.
Tanto para el gobierno cubano como para el venezolano y sus cómplices, la “derecha violenta y golpista” son millones de personas a las que ya no les interesa izquierdas ni derechas —aunque muchos no quieran que les impongan el socialismo—, porque lo principal para ellas es que ya no acepten más tiranía y miseria, más corrupción y mentira.
Pero ese es el lenguaje que siempre ha privilegiado el castrismo, que consiste básicamente en fanfarronear y echar basura sobre el enemigo. Así desbarran los caciques bolivarianos y sus “enchufados” y el “pueblo” que aparece en las entrevistas, siempre apoyando al grupo de gobierno, siempre hablando en ese estilo de metralleta verborreica que tan bien conocemos aquí.
Después de barbaridades como “golpe de estado parlamentario”, o “golpe mediático” y hasta “golpe electoral”, hay académicos no cubanos, pero de entraña fidelista, que son capaces de perpetrar algo tan desmesurado como el término “terrorismo semiótico”, que es nada menos que las opiniones contrarias al chavismo.
Y, sin embargo, la propia prensa cubana —aunque tratando de no alarmar demasiado sobre las consecuencias aquí de una debacle allá— ha debido reconocer que la situación es muy crítica. Dice una periodista: “Alguien me comenta que solo un milagro salva a los venezolanos. Mi respuesta es que este pueblo parece ir de milagro en milagro”.
Óliver Zamora Oria, que intenta emular con Randy Alonso en falsedad y desfachatez, como si no hubiera visto a Maduro reconocer que habían sido abatidos “jóvenes comprados y engañados por la derecha golpista”, se atrevió a decir, moderando una Mesa Redonda: “Al final, los muertos siempre los ponen los chavistas”.
Mientras, Telesur, que exalta a guerrillas colombianas, asesinos de ETA y genocidas como Al-Asad, está cumpliendo a la perfección su misión de joya de ese Sistema Informativo de la Televisión Cubana que tanto hubiera admirado Goebbels, y ya es diestra en la desinformación pura, en la mentira como piedra fundamental de la realidad descrita, en deformar el idioma para que “terrorismo”, “amor”, “paz”, “democracia”, sean otra cosa al tiempo que descalifica por todos los medios a cualquier persona o entidad que no comulgue con sus patrañas.
Como en las redes circulan imágenes de las corajudas mujeres que enfrentan el aparataje represor del gobierno, ahora las mujeres del chavismo son convocadas nada menos que a una Tribuna Antimperialista. Parece increíble tanta transparencia.
Ya Chávez había dicho hace años que le hubiera gustado que Venezuela siguiera a Cuba en no permanecer a la OEA. Ahora, que la presión de los países miembros de ese organismo aumenta y que por fin ha llegado la orden desde La Habana, Maduro manda la salida de su país de esa institución regional tan despreciada por estos pretendidos demócratas y redentores.
Aunque es cuestión de tiempo la derrota del castrismo en esta batalla venezolana, ese fracaso, como ha ocurrido en Cuba, ha de pagarlo el país a un precio inconmensurable: la destrucción de la nación, la profunda fractura de la sociedad, la secuela de heridas que perdurarán mucho en el tiempo, además de un continuo éxodo de gente que huye de la hecatombe y del daño y la muerte para muchos de sus hijos.

Ernesto Santana Zaldívar