Hubo
un tiempo en que la gerontocracia que todavía detenta el poder en
Cuba era joven y rozagante. Al pueblo le parecía bien que la
sacrificada dirigencia viviera una vida de placeres vedados a los
demás. Ocuparon las casas de la aristocracia nacional en fuga. En el
caso de los hombres cambiaron esposas en desuso por jovencitas
arribistas y, ¿por qué no?, tuvieron más de una amante mantenidas
por el erario público.
Los
jerarcas realizaban sus compras lejos de la morralla en cadenas de
tiendas, habilitadas al afecto, y contaban con lugares exclusivos
donde vacacionar tanto dentro de la isla como más allá de sus
fronteras.
Para
las nuevas fotos sociales se retrataban en un cañaveral con la mocha
enhiesta o cargando algún que otro saco de azúcar. En tales
simulaciones no tuvieron ni la curiosidad de abordar un ómnibus para
saber cómo funcionaba el transporte del proletariado. Siempre se
movieron en veloces automóviles de diversas marcas y procedencias.
Resultaba
entonces muy difícil que un simple hijo de la clase obrera fuera
escalando los estamentos “históricos” para llegar al paraíso de
una claque muy cerrada y exclusiva. Ese cuento de hadas también
pertenecía al denostado capitalismo.
Tal
vez en el universo de la cultura y el arte podía ocurrir que se
viviera un socialismo con beneficios pero siempre a costa de venderle
el alma al diablo. Muchos grandes de la creatividad cubana, que nada
debían a los iracundos guerrilleros, se vieron impelidos a comulgar
con su funesta prédica, importada de la Unión Soviética.
El
músico Harold Gramatges, por poner un ejemplo, comunista cabal,
debió frenar su voracidad bisexual de antaño acosado por la
homofobia imperante. Se refugió quedo, con su esposa, siempre
dispuesto, sin embargo, a los reclamos del partido.
En
las postrimerías de la aberración castrista, de reformas cosméticas
que facilitan a los descendientes de la camarilla gobernante ocupar
paulatinamente los puestos del vejestorio en retiro, ha surgido de
modo inesperado la cultura del reggaetón.
El
cubatón, que es la variante nacional de este ritmo importado, sin
otra pretensión que la “gozadera”, pero que ha puesto en crisis
de popularidad al resto del rico pentagrama de la isla, se compone e
interpreta, generalmente, por músicos callejeros sin formación
académica.
Con
la excepción de Baby Lores, quien adula sin pudor al dictador Fidel
Castro, el resto de los reguetoneros desconocen olímpicamente el
sistema imperante y manejan automóviles de lujo como el Audi o el
BMW, que ostentan integrantes del dúo Los Desiguales, ajenos a
ineptos dirigentes enfundados en guayaberas sudadas y conduciendo
fotingos de mala muerte.
Ni
decir que exhiben celulares inteligentes de última generación y se
preocupan, sobremanera, por su aspecto físico y atuendo que cambian
en cada actuación.
En
un video promocional reciente de El Yonky, exitoso intérprete de
origen muy humilde, se hace obvio que ya los pioneros no quieren ser
como el Che, sino como este carismático hijo de vecino con un
estrafalario peinado mohawk y que un policía,
interrogado para la ocasión, habla de perdonarle una infracción de
tránsito porque es muy querido y sus números están “pegados”.
El
gobierno trata de desvirtuar la avalancha, que no puede contener,
haciendo que Silvio Rodríguez cante en barrios y prisiones. Los
pobres ven, sin embargo, como los suyos pueden llegar a la opulencia
pergeñando las rimas más ingeniosas en historias de sexo y afanes
consumistas y no precisamente con la doctrina anquilosada de la nueva
trova.
El
cubatón es un boomerang insospechado al rostro totalitario. Por
primera vez es más ventajoso ser reguetonero que miembro de la
herniada y abyecta nomenclatura.
(Alejandro Rio)
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