Fidel
Castro acaba de cumplir 87 años, una
edad a la que, por confesión propia, él no esperaba haber llegado
cuando se enfermó gravemente en 2006 y tuvo que abandonar el
ejercicio del poder (no el poder mismo, que un autarca sólo abandona
con la muerte, sino los deberes cotidianos que éste impone). Lo
cierto es que sigue vivo, en contra de sus expectativas y las de casi
todo el mundo, intentando animar desde la sombra, como una especie de
fuelle subterráneo, ese “orden” que él mismo inaugurara hace
más de medio siglo y que ha ido decrepitando al igual que su propio
líder. Raúl Castro, como factótum de su hermano, ejerce la tiranía
por delegación. Por muy real que sea su mandato y por muy en serio
que quieran tomarlo, sobre él se cierne la sombra del otro y así
será mientras ese otro viva.
Como
el fin del castrismo es previsible cuando estos viejos falten –aunque
eso tome otro decenio, no nos impacientemos–, los temas de
apertura, cambios, reformas, sucesión, regreso a la democracia, etc.
(que nunca han faltado en el discurso del exilio y que desde hace
años son de una obsesiva recurrencia, naturalmente, entre los
líderes y portavoces de la oposición interna) han cobrado de nuevo
pertinencia. Para algunos, ya estamos viviendo la transición y casi
todos coinciden en la necesidad de articular una estrategia que no
deje enteramente las iniciativas en las manos de los herederos del
régimen.
Hasta
ese punto parecen llegar las coincidencias. En qué consisten esas
iniciativas y en la manera de enunciarlas y ponerlas en práctica hay
mucho menos consenso, con todo un abanico de posiciones que van desde
la tradicional remoción del régimen, sin compromisos, hasta el
abierto colaboracionismo. Unos tienen tanta fe –en la Providencia o
en la decisiva acción de fuerzas externas– que creen que basta con
esperar, de la misma manera que algunos judíos aún creen en la
llegada del Mesías, para que el totalitarismo desaparezca y tengamos
en su lugar una democracia honrada, próspera y eficiente. Los que se
encuentran en el otro extremo tienen tan poca fe que postulan una
sumisa connivencia bajo el pomposo nombre de “oposición leal”
(confundiendo la barraca castrista con el Parlamento británico) para
tener alguna oportunidad de influir, aunque sea débilmente, en los
cambios. Entre estos últimos no faltan los que afirman que alguna
forma de socialismo es factible y hasta deseable y de que Cuba, en
lugar de regresar al capitalismo (lo cual sería anatema) podría
salir del pantano sin renunciar a algunas “conquistas” de la
revolución y conservar, de esta manera, una suerte de
excepcionalidad política.
No
veo yo por qué si el modelo natural de transición para los cubanos
es el que tuvo lugar –con todas las diferencias que quieran
apuntarse– en Europa del este hace casi un cuarto de siglo,
tengamos que esperar vías muy distintas o aspirar a ellas. El único
ingrediente que nos diferencia de los países del Pacto de Varsovia
es el del caudillismo, que nos emparenta con la España de Franco,
pero éste terminará, casi seguramente, con la vida de estos
hermanos, sustituidos en su momento por cuadros del partido
comunista, civiles o militares, que tendrán que plantearse la tarea
de desmontar un sistema inviable. En casi todas partes, los
comunistas han sido los sepultureros del comunismo, no veo por qué
han de tener otro papel en Cuba.
Pese
a los empeños del castrismo de asociarse a ese engendro chavista que
es el llamado socialismo del siglo XXI, el fracasado experimento
cubano pertenece enteramente a la dinámica del siglo XX, mucho más
cercano a Corea del Norte que a Venezuela o a Bolivia, anquilosado en
el modelo clásico de los regímenes marxista-leninistas, no obstante
algunas aperturas o reformas que podemos tachar de superficiales sin
pecar por ello de fanáticos.
Es
pertinente, me parece a mí, que se articule un estado de opinión
–entre cubanos de dentro y fuera– que condene a la tiranía y le
cierre las puertas del porvenir, y esto pasa por negarle todo asomo
de legitimidad (de origen y de destino). La apuesta política debe
ser, en mi opinión, activa y radical, sin caer en la tentación de
la inercia que genera el escepticismo y la pereza ciudadana ni en el
facilismo de las soluciones a corto plazo que pasan por la lamentable
complicidad. Las grandes esperanzas están a mediano y a largo plazo,
no debemos permitir que nos las enturbien las pequeñas.
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