sábado, 17 de agosto de 2013

El proyecto de Hugo Chávez

Nicolás Maduro (Reuters)
Nicolás Maduro (Reuters)
Hugo Chávez es un producto acabado de la tradición del caudillaje hispanoamericano, que ha generado más imágenes tópicas que análisis serios. La figura del caudillo, en ocasiones presidente electo gracias a manejos perversos de los textos constitucionales, en ocasiones elevado al poder mediante golpes de Estado más o menos cruentos, tiene ya dos siglos de vida, algo más que los países en los que rigen, de cuyas luchas por la independencia surge. No hay que olvidar que, con ser brutal el enfrentamiento entre criollos y españoles, que arrasó zonas prósperas de los virreinatos y dejó muchos miles de cadáveres, las guerras civiles interiores de las repúblicas nuevas que siguieron a la de independencia, y que en muchos casos se confunden con ella, lo fueron en igual medida, sino mayor.

Fidel Castro supuso en ese panorama un salto cualitativo. Si antes de él los caudillos, militares o civiles, eran hijos de ejércitos reaccionarios, germanófilos, antiliberales y, por supuesto, cuando correspondió, anticomunistas, él vino a romper con el modelo en lo ideológico al buscar y obtener el amparo de la URSS. De pronto, la tradicional dictadura Hispanoamérica pareció invertir sus objetivos. Y el caudillo que Miguel Ángel Asturias había retratado en El señor presidente, perseguidor, torturador y aniquilador de revoltosos, rebeldes y potenciales revolucionarios —la contraparte del presidente de la novela es el Estudiante—, se convirtió en protector, precisamente, de esas mismas especies, de las que procedía el propio Castro, estudiante rebelde en su día y revolucionario más tarde. No importa que, en el poder, el Comandante en Jefe del nuevo ejército cubano —el precedente fue disuelto, y buen número de sus oficiales fusilado— se militarizara, se pusiera un uniforme de propia invención —igual que los civiles Stalin, Mussolini o Mao Zedong— y empezara a reprimir.
Su origen lo hacía del todo diferente, y su discurso, enunciado en nombre de los pobres del mundo, antiimperialista —lo que ya entonces significaba únicamente antiamericano—, socializante, estatalista y opuesto a la propiedad privada, bastaba para que contara con las simpatías de las izquierdas en general, no sólo las implicadas en la trama soviética. Por si aún quedaba algún renuente, lanzó la consigna más tramposa de cuantas se pudieran crear: la célebre campaña de alfabetización, nada menos que en Cuba, un país, como Argentina y Uruguay, con un nivel de alfabetización superior al de algunos países europeos de la época, que aún estaban pagando el precio de la Segunda Guerra Mundial. ¿Quién iba a resistirse a semejante prueba de progresismo?
La idea de «exportar la revolución», como se decía en otros tiempos, nació con la revolución misma y estuvo en el pensamiento de Castro desde mucho antes, probablemente desde que en 1948 concurrió al Congreso Latinoamericano de Estudiantes en Bogotá, un invento de Perón, organizado y financiado por la Embajada argentina en La Habana, concebido para ser la contrapartida de la Conferencia Interamericana de Cancilleres, fundacional de la OEA, tal como ahora se concentran los antiglobalizadores en torno de los encuentros internacionales en Seattle, Génova, etc.
Naturalmente, intervino en Chile, aunque lo hiciera a pesar Allende y por dudar del proyecto de Allende: viajó a Chile con una amplia delegación y estuvo allí unos cuantos días, paseándose por todo el país mientras los hombres de su equipo de inteligencia llevaban a cabo un estudio militar del territorio, por si alguna vez hacía falta mandar refuerzos al compañero Presidente.
Y también intervino en la revolución de los generales peruanos de 1968, un golpe de Estado que, en muchos aspectos, prefiguraba el chavismo, sobre todo en el orden étnico. El chavismo potencia precisamente esos aspectos del orden seudodemocrático, en el que unos son más pueblo que otros, como se ve en Bolivia, país en el que predomina el castrochavismo y en el que, según Carlos Alberto Montaner, que no exagera en absoluto, la toma del poder por los dirigentes indigenistas llevaría a un desenlace polpotiano. El depuesto presidente boliviano Sánchez de Lozada le dijo a Montaner: «A mí me tumbó Chávez.»
Venezuela fue siempre una de las obsesiones de Castro, que nunca dejó de intervenir, más o menos veladamente, en su vida política. Explica Carlos Rangel en su imprescindible obra Del buen salvaje al buen revolucionario, que los comunistas venezolanos, que «tal vez habían dejado pasar una oportunidad única de capturar el Estado venezolano» en 1958, estableciendo «una “dictadura del proletariado” como hizo apenas un año más tarde Fidel en Cuba [...] pensaban con amargura que habían debido intentarlo [y ahora, 1960] tratarían de compensar aquella extemporánea cautela lanzándose a la aventura “foquista”, en servil imitación de Fidel, quien, ansioso de desencadenar un proceso revolucionario general en Latinoamérica, y consciente del valor estratégico insuperable de la petrolera Venezuela, los ayudó con todo cuanto pudo: armas, dinero y hasta el envío de una expedición de guerrilleros venezolanos entrenados en Cuba y encuadrados por veteranos de la Sierra Maestra».
«Esta aventura», continúa Rangel, «deplorada ahora (1975) por todo el mundo, inclusive por sus protagonistas, costó a Venezuela una virtual guerra civil, con innumerables encuentros sangrientos y atentados terroristas, tanto en las ciudades como en algunas zonas rurales escogidas como “focos” guerrilleros, más dos insurrecciones de primera magnitud, en el lapso de cinco semanas, en dos bases navales, lideradas por oficiales quienes, o bien habían tenido desde siempre una militancia comunista secreta, o bien habían sido seducidos a su vez por la revolución cubana. En consecuencia, Betancourt tuvo que emplear lo mejor de su tiempo y su esfuerzo de cinco años de gobierno esencialmente en mantener con vida la democracia venezolana, para lo cual tuvo que hacer frente no sólo a la violencia interna, sino además a una vasta y calumniosa empresa internacional de descrédito [...].»
Las aspiraciones intervencionistas de Castro en Venezuela se vieron reforzadas, sin duda, después de 1989, cuando constató que ya no iba a poder contar con el petróleo que los rusos le obsequiaban, al margen de los 5.000 millones de dólares anuales con los que contribuían a la revolución: 500 dólares per cápita, en términos de renta, para diez millones de cubanos, muy por encima de la renta media anual de muchos otros países de la región, que se evaporaron misteriosamente. 5.000 millones de dólares: comparar con los 11.000 millones del Plan Marshall. El petróleo que ya no iba a llegar de Siberia, podía llegar de Venezuela. Al menos, una parte. Pero para eso necesitaba tener a un leal en el gobierno de Caracas. Y un leal que realmente tuviera todo el poder, por lo que no  podía ser un estudiante, un intelectual de izquierdas, un doctor, con todas las limitaciones que ello implica, sino un duro, con experiencia en represión y dominio en el interior de las fuerzas armadas, capaz de asentarse en la presidencia más allá de toda duda razonable y por tiempo largo, al menos mientras Fidel viviera. No había candidato mejor que Hugo Chávez, que tras haber intentado acceder a la presidencia por la vía rápida del golpe de Estado, comprendió que todo sería mejor, más presentable ante la opinión mundial, si conseguía hacerlo por la vía electoral.
Chávez no hizo lo que Castro en su día, no anunció a voz en cuello su adhesión a los principios del comunismo soviético. Prometió una revolución, eso sí, de corte nacionalista. El nacionalismo en Hispanoamérica implica dos cosas: distancia de Europa y odio a los Estados Unidos. Distancia de Europa significa desconocimiento de los orígenes, tanto en relación con la España colonial, cuyo papel se niega en nombre del indigenismo, como con  la Gran Bretaña industrial y la Francia ilustrada y, en cualquier caso, con el liberalismo. El chavismo traspuso límites no imaginados con anterioridad, alentando el derribo de estatuas de Colón y la expansión de la leyenda negra de la conquista. El odio a los Estados Unidos, el odio del fracasado al triunfador en una lid en la que, al menos en principio, los dos tenían exactamente las mismas oportunidades, se funda en la leyenda según la cual los países ricos lo son merced a la pobreza de los países pobres. En los dos casos, hay una legitimidad fundacional que se rechaza con el paquete cultural: la que surge de la Carta de los Derechos de Virginia de 1776 y de la Declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución Francesa de 1789.
A propósito de ello, Chávez ha dicho en la Asamblea de la ONU «el neoliberalismo [...] es precisamente la causa fundamental de las grandes tragedias y de los grandes males que viven nuestros pueblos. El capitalismo neoliberal, el Consenso de Washington [es lo] que ha generado mayor grado de miseria, de desigualdad y una tragedia infinita a los pueblos de este continente». El mito complementario de aquel que atribuye la riqueza de unos a la pobreza de otros es la afirmación proudhomiana de que la propiedad es un robo, difundida por el marxismo vulgar.
Del leninismo procede la increíble pregunta: ¿libertad para qué? A la revolución nacionalista desarrollada a partir de tales extremos, en una asombrosa pirueta ideológica que sólo la ignorancia voluntaria y pertinaz de sus seguidores puede admitir, Chávez la ha denominado bolivariana. Bolívar no murió feliz, sino amargado y desilusionado por el espectáculo de su patria, pero mucho menos feliz sería hoy, al ver cumplida su profecía terrible, escrita en 1830, en la última y triste etapa de su vida: «He mandado veinte años, y de ellos no he sacado sino pocos resultados ciertos: 1. la América (latina) es ingobernable para nosotros; 2. el que sirve una revolución ara en el mar; 3. la única cosa que se puede hacer en la América (latina) es emigrar; 4. este país (la Gran Colombia, luego dividida en Colombia, Venezuela y Ecuador) caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas; 5. devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos; 6. si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América (latina).»
Revolución es, puesto que todo lo ha trastocado, y nacionalista también, en el sentido peor del término, el étnico. Todos los derechos reconocidos en Virginia y en París —a la vida, a la libertad individual, de expresión y de prensa, a la propiedad, a la seguridad, a la resistencia a la opresión, a perseguir la propia felicidad—, con sus derivados funcionales, la división de poderes y los mecanismos de garantía del Estado para su cumplimiento, han sido conculcados o reinterpretados para consentir su violación por el gobierno.

Hay, por supuesto, un liberalismo venezolano, poco numeroso y con sus «fariseos y fariseas», y hay «políticos liberales, de verdad liberales y de verdad políticos», aunque falta mucho para que se conviertan en partido con presencia electoral y convendría preguntarse si para entonces seguirá habiendo elecciones en Venezuela.

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