Nicolás
Maduro (Reuters)
Hugo
Chávez es un producto acabado de la tradición del caudillaje
hispanoamericano, que ha generado más imágenes tópicas que
análisis serios. La figura del caudillo, en ocasiones presidente
electo gracias a manejos perversos de los textos constitucionales, en
ocasiones elevado al poder mediante golpes de Estado más o menos
cruentos, tiene ya dos siglos de vida, algo más que los países en
los que rigen, de cuyas luchas por la independencia surge. No hay que
olvidar que, con ser brutal el enfrentamiento entre criollos y
españoles, que arrasó zonas prósperas de los virreinatos y dejó
muchos miles de cadáveres, las guerras civiles interiores de las
repúblicas nuevas que siguieron a la de independencia, y que en
muchos casos se confunden con ella, lo fueron en igual medida, sino
mayor.
Fidel
Castro supuso en ese panorama un salto cualitativo. Si antes de él
los caudillos, militares o civiles, eran hijos de ejércitos
reaccionarios, germanófilos, antiliberales y, por supuesto, cuando
correspondió, anticomunistas, él vino a romper con el modelo en lo
ideológico al buscar y obtener el amparo de la URSS. De pronto, la
tradicional dictadura Hispanoamérica pareció invertir sus
objetivos. Y el caudillo que Miguel Ángel Asturias había retratado
en El
señor presidente,
perseguidor, torturador y aniquilador de revoltosos, rebeldes y
potenciales revolucionarios —la contraparte del presidente de la
novela es el Estudiante—, se convirtió en protector, precisamente,
de esas mismas especies, de las que procedía el propio Castro,
estudiante rebelde en su día y revolucionario más tarde. No importa
que, en el poder, el Comandante en Jefe del nuevo ejército cubano
—el precedente fue disuelto, y buen número de sus oficiales
fusilado— se militarizara, se pusiera un uniforme de propia
invención —igual que los civiles Stalin, Mussolini o Mao Zedong—
y empezara a reprimir.
Su
origen lo hacía del todo diferente, y su discurso, enunciado en
nombre de los pobres del mundo, antiimperialista —lo que ya
entonces significaba únicamente antiamericano—, socializante,
estatalista y opuesto a la propiedad privada, bastaba para que
contara con las simpatías de las izquierdas en general, no sólo las
implicadas en la trama soviética. Por si aún quedaba algún
renuente, lanzó la consigna más tramposa de cuantas se pudieran
crear: la célebre campaña de alfabetización, nada menos que en
Cuba, un país, como Argentina y Uruguay, con un nivel de
alfabetización superior al de algunos países europeos de la época,
que aún estaban pagando el precio de la Segunda Guerra Mundial.
¿Quién iba a resistirse a semejante prueba de progresismo?
La
idea de «exportar la revolución», como se decía en otros tiempos,
nació con la revolución misma y estuvo en el pensamiento de Castro
desde mucho antes, probablemente desde que en 1948 concurrió al
Congreso Latinoamericano de Estudiantes en Bogotá, un invento de
Perón, organizado y financiado por la Embajada argentina en La
Habana, concebido para ser la contrapartida de la Conferencia
Interamericana de Cancilleres, fundacional de la OEA, tal como ahora
se concentran los antiglobalizadores en torno de los encuentros
internacionales en Seattle, Génova, etc.
Naturalmente,
intervino en Chile, aunque lo hiciera a pesar Allende y por dudar del
proyecto de Allende: viajó a Chile con una amplia delegación y
estuvo allí unos cuantos días, paseándose por todo el país
mientras los hombres de su equipo de inteligencia llevaban a cabo un
estudio militar del territorio, por si alguna vez hacía falta mandar
refuerzos al compañero Presidente.
Y
también intervino en la revolución de los generales peruanos de
1968, un golpe de Estado que, en muchos aspectos, prefiguraba el
chavismo, sobre todo en el orden étnico. El chavismo potencia
precisamente esos aspectos del orden seudodemocrático, en el que
unos son más pueblo que otros, como se ve en Bolivia, país en el
que predomina el castrochavismo y en el que, según Carlos Alberto
Montaner, que no exagera en absoluto, la toma del poder por los
dirigentes indigenistas llevaría a un desenlace polpotiano. El
depuesto presidente boliviano Sánchez de Lozada le dijo a Montaner:
«A mí me tumbó Chávez.»
Venezuela
fue siempre una de las obsesiones de Castro, que nunca dejó de
intervenir, más o menos veladamente, en su vida política. Explica
Carlos Rangel en su imprescindible obra Del
buen salvaje al buen revolucionario,
que los comunistas venezolanos, que «tal vez habían dejado pasar
una oportunidad única de capturar el Estado venezolano» en 1958,
estableciendo «una “dictadura del proletariado” como hizo apenas
un año más tarde Fidel en Cuba [...] pensaban con amargura que
habían debido intentarlo [y ahora, 1960] tratarían de compensar
aquella extemporánea cautela lanzándose a la aventura “foquista”,
en servil imitación de Fidel, quien, ansioso de desencadenar un
proceso revolucionario general en Latinoamérica, y consciente del
valor estratégico insuperable de la petrolera Venezuela, los ayudó
con todo cuanto pudo: armas, dinero y hasta el envío de una
expedición de guerrilleros venezolanos entrenados en Cuba y
encuadrados por veteranos de la Sierra Maestra».
«Esta
aventura», continúa Rangel, «deplorada ahora (1975) por todo el
mundo, inclusive por sus protagonistas, costó a Venezuela una
virtual guerra civil, con innumerables encuentros sangrientos y
atentados terroristas, tanto en las ciudades como en algunas zonas
rurales escogidas como “focos” guerrilleros, más dos
insurrecciones de primera magnitud, en el lapso de cinco semanas, en
dos bases navales, lideradas por oficiales quienes, o bien habían
tenido desde siempre una militancia comunista secreta, o bien habían
sido seducidos a su vez por la revolución cubana. En consecuencia,
Betancourt tuvo que emplear lo mejor de su tiempo y su esfuerzo de
cinco años de gobierno esencialmente en mantener con vida la
democracia venezolana, para lo cual tuvo que hacer frente no sólo a
la violencia interna, sino además a una vasta y calumniosa empresa
internacional de descrédito [...].»
Las
aspiraciones intervencionistas de Castro en Venezuela se vieron
reforzadas, sin duda, después de 1989, cuando constató que ya no
iba a poder contar con el petróleo que los rusos le obsequiaban, al
margen de los 5.000 millones de dólares anuales con los que
contribuían a la revolución: 500 dólares per cápita, en términos
de renta, para diez millones de cubanos, muy por encima de la renta
media anual de muchos otros países de la región, que se evaporaron
misteriosamente. 5.000 millones de dólares: comparar con los 11.000
millones del Plan Marshall. El petróleo que ya no iba a llegar de
Siberia, podía llegar de Venezuela. Al menos, una parte. Pero para
eso necesitaba tener a un leal en el gobierno de Caracas. Y un leal
que realmente tuviera todo el poder, por lo que no podía ser
un estudiante, un intelectual de izquierdas, un doctor, con todas las
limitaciones que ello implica, sino un duro, con experiencia en
represión y dominio en el interior de las fuerzas armadas, capaz de
asentarse en la presidencia más allá de toda duda razonable y por
tiempo largo, al menos mientras Fidel viviera. No había candidato
mejor que Hugo Chávez, que tras haber intentado acceder a la
presidencia por la vía rápida del golpe de Estado, comprendió que
todo sería mejor, más presentable ante la opinión mundial, si
conseguía hacerlo por la vía electoral.
Chávez
no hizo lo que Castro en su día, no anunció a voz en cuello su
adhesión a los principios del comunismo soviético. Prometió una
revolución, eso sí, de corte nacionalista. El nacionalismo en
Hispanoamérica implica dos cosas: distancia de Europa y odio a los
Estados Unidos. Distancia de Europa significa desconocimiento de los
orígenes, tanto en relación con la España colonial, cuyo papel se
niega en nombre del indigenismo, como con la Gran Bretaña
industrial y la Francia ilustrada y, en cualquier caso, con el
liberalismo. El chavismo traspuso límites no imaginados con
anterioridad, alentando el derribo de estatuas de Colón y la
expansión de la leyenda negra de la conquista. El odio a los Estados
Unidos, el odio del fracasado al triunfador en una lid en la que, al
menos en principio, los dos tenían exactamente las mismas
oportunidades, se funda en la leyenda según la cual los países
ricos lo son merced a la pobreza de los países pobres. En los dos
casos, hay una legitimidad fundacional que se rechaza con el paquete
cultural: la que surge de la Carta de los Derechos de Virginia de
1776 y de la Declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución
Francesa de 1789.
A
propósito de ello, Chávez ha dicho en la Asamblea de la ONU «el
neoliberalismo [...] es precisamente la causa fundamental de las
grandes tragedias y de los grandes males que viven nuestros pueblos.
El capitalismo neoliberal, el Consenso de Washington [es lo] que ha
generado mayor grado de miseria, de desigualdad y una tragedia
infinita a los pueblos de este continente». El mito complementario
de aquel que atribuye la riqueza de unos a la pobreza de otros es la
afirmación proudhomiana de que la propiedad es un robo, difundida
por el marxismo vulgar.
Del
leninismo procede la increíble pregunta: ¿libertad para qué? A la
revolución nacionalista desarrollada a partir de tales extremos, en
una asombrosa pirueta ideológica que sólo la ignorancia voluntaria
y pertinaz de sus seguidores puede admitir, Chávez la ha denominado
bolivariana. Bolívar no murió feliz, sino amargado y desilusionado
por el espectáculo de su patria, pero mucho menos feliz sería hoy,
al ver cumplida su profecía terrible, escrita en 1830, en la última
y triste etapa de su vida: «He mandado veinte años, y de ellos no
he sacado sino pocos resultados ciertos: 1. la América (latina) es
ingobernable para nosotros; 2. el que sirve una revolución ara en el
mar; 3. la única cosa que se puede hacer en la América (latina) es
emigrar; 4. este país (la Gran Colombia, luego dividida en Colombia,
Venezuela y Ecuador) caerá infaliblemente en manos de la multitud
desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de
todos los colores y razas; 5. devorados por todos los crímenes y
extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán
conquistarnos; 6. si fuera posible que una parte del mundo volviera
al caos primitivo, éste sería el último período de la América
(latina).»
Revolución
es, puesto que todo lo ha trastocado, y nacionalista también, en el
sentido peor del término, el étnico. Todos los derechos reconocidos
en Virginia y en París —a la vida, a la libertad individual, de
expresión y de prensa, a la propiedad, a la seguridad, a la
resistencia a la opresión, a perseguir la propia felicidad—, con
sus derivados funcionales, la división de poderes y los mecanismos
de garantía del Estado para su cumplimiento, han sido conculcados o
reinterpretados para consentir su violación por el gobierno.
Hay,
por supuesto, un liberalismo venezolano, poco numeroso y con sus
«fariseos y fariseas», y hay «políticos liberales, de verdad
liberales y de verdad políticos», aunque falta mucho para que se
conviertan en partido con presencia electoral y convendría
preguntarse si para entonces seguirá habiendo elecciones en
Venezuela.
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