sábado, 17 de agosto de 2013

A golpe de cubatón

Hubo un tiempo en que la gerontocracia que todavía detenta el poder en Cuba era joven y rozagante. Al pueblo le parecía bien que la sacrificada dirigencia viviera una vida de placeres vedados a los demás. Ocuparon las casas de la aristocracia nacional en fuga. En el caso de los hombres cambiaron esposas en desuso por jovencitas arribistas y, ¿por qué no?, tuvieron más de una amante mantenidas por el erario público.
Los jerarcas realizaban sus compras lejos de la morralla en cadenas de tiendas, habilitadas al afecto, y contaban con lugares exclusivos donde vacacionar tanto dentro de la isla como más allá de sus fronteras.
Para las nuevas fotos sociales se retrataban en un cañaveral con la mocha enhiesta o cargando algún que otro saco de azúcar. En tales simulaciones no tuvieron ni la curiosidad de abordar un ómnibus para saber cómo funcionaba el transporte del proletariado. Siempre se movieron en veloces automóviles de diversas marcas y procedencias.
Resultaba entonces muy difícil que un simple hijo de la clase obrera fuera escalando los estamentos “históricos” para llegar al paraíso de una claque muy cerrada y exclusiva. Ese cuento de hadas también pertenecía al denostado capitalismo.
Tal vez en el universo de la cultura y el arte podía ocurrir que se viviera un socialismo con beneficios pero siempre a costa de venderle el alma al diablo. Muchos grandes de la creatividad cubana, que nada debían a los iracundos guerrilleros, se vieron impelidos a comulgar con su funesta prédica, importada de la Unión Soviética.
El músico Harold Gramatges, por poner un ejemplo, comunista cabal, debió frenar su voracidad bisexual de antaño acosado por la homofobia imperante. Se refugió quedo, con su esposa, siempre dispuesto, sin embargo, a los reclamos del partido.
En las postrimerías de la aberración castrista, de reformas cosméticas que facilitan a los descendientes de la camarilla gobernante ocupar paulatinamente los puestos del vejestorio en retiro, ha surgido de modo inesperado la cultura del reggaetón.
El cubatón, que es la variante nacional de este ritmo importado, sin otra pretensión que la “gozadera”, pero que ha puesto en crisis de popularidad al resto del rico pentagrama de la isla, se compone e interpreta, generalmente, por músicos callejeros sin formación académica.
Con la excepción de Baby Lores, quien adula sin pudor al dictador Fidel Castro, el resto de los reguetoneros desconocen olímpicamente el sistema imperante y manejan automóviles de lujo como el Audi o el BMW, que ostentan integrantes del dúo Los Desiguales, ajenos a ineptos dirigentes enfundados en guayaberas sudadas y conduciendo fotingos de mala muerte.
Ni decir que exhiben celulares inteligentes de última generación y se preocupan, sobremanera, por su aspecto físico y atuendo que cambian en cada actuación.
En un video promocional reciente de El Yonky, exitoso intérprete de origen muy humilde, se hace obvio que ya los pioneros no quieren ser como el Che, sino como este carismático hijo de vecino con un estrafalario peinado mohawk y que un policía, interrogado para la ocasión, habla de perdonarle una infracción de tránsito porque es muy querido y sus números están “pegados”.
El gobierno trata de desvirtuar la avalancha, que no puede contener, haciendo que Silvio Rodríguez cante en barrios y prisiones. Los pobres ven, sin embargo, como los suyos pueden llegar a la opulencia pergeñando las rimas más ingeniosas en historias de sexo y afanes consumistas y no precisamente con la doctrina anquilosada de la nueva trova.
El cubatón es un boomerang insospechado al rostro totalitario. Por primera vez es más ventajoso ser reguetonero que miembro de la herniada y abyecta nomenclatura.

(Alejandro Rio)

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