sábado, 17 de agosto de 2013

Una apuesta por las grandes esperanzas (por Vicente Echerri)

Fidel Castro acaba de cumplir 87 años, una edad a la que, por confesión propia, él no esperaba haber llegado cuando se enfermó gravemente en 2006 y tuvo que abandonar el ejercicio del poder (no el poder mismo, que un autarca sólo abandona con la muerte, sino los deberes cotidianos que éste impone). Lo cierto es que sigue vivo, en contra de sus expectativas y las de casi todo el mundo, intentando animar desde la sombra, como una especie de fuelle subterráneo, ese “orden” que él mismo inaugurara hace más de medio siglo y que ha ido decrepitando al igual que su propio líder. Raúl Castro, como factótum de su hermano, ejerce la tiranía por delegación. Por muy real que sea su mandato y por muy en serio que quieran tomarlo, sobre él se cierne la sombra del otro y así será mientras ese otro viva.
Como el fin del castrismo es previsible cuando estos viejos falten –aunque eso tome otro decenio, no nos impacientemos–, los temas de apertura, cambios, reformas, sucesión, regreso a la democracia, etc. (que nunca han faltado en el discurso del exilio y que desde hace años son de una obsesiva recurrencia, naturalmente, entre los líderes y portavoces de la oposición interna) han cobrado de nuevo pertinencia. Para algunos, ya estamos viviendo la transición y casi todos coinciden en la necesidad de articular una estrategia que no deje enteramente las iniciativas en las manos de los herederos del régimen.
Hasta ese punto parecen llegar las coincidencias. En qué consisten esas iniciativas y en la manera de enunciarlas y ponerlas en práctica hay mucho menos consenso, con todo un abanico de posiciones que van desde la tradicional remoción del régimen, sin compromisos, hasta el abierto colaboracionismo. Unos tienen tanta fe –en la Providencia o en la decisiva acción de fuerzas externas– que creen que basta con esperar, de la misma manera que algunos judíos aún creen en la llegada del Mesías, para que el totalitarismo desaparezca y tengamos en su lugar una democracia honrada, próspera y eficiente. Los que se encuentran en el otro extremo tienen tan poca fe que postulan una sumisa connivencia bajo el pomposo nombre de “oposición leal” (confundiendo la barraca castrista con el Parlamento británico) para tener alguna oportunidad de influir, aunque sea débilmente, en los cambios. Entre estos últimos no faltan los que afirman que alguna forma de socialismo es factible y hasta deseable y de que Cuba, en lugar de regresar al capitalismo (lo cual sería anatema) podría salir del pantano sin renunciar a algunas “conquistas” de la revolución y conservar, de esta manera, una suerte de excepcionalidad política.
No veo yo por qué si el modelo natural de transición para los cubanos es el que tuvo lugar –con todas las diferencias que quieran apuntarse– en Europa del este hace casi un cuarto de siglo, tengamos que esperar vías muy distintas o aspirar a ellas. El único ingrediente que nos diferencia de los países del Pacto de Varsovia es el del caudillismo, que nos emparenta con la España de Franco, pero éste terminará, casi seguramente, con la vida de estos hermanos, sustituidos en su momento por cuadros del partido comunista, civiles o militares, que tendrán que plantearse la tarea de desmontar un sistema inviable. En casi todas partes, los comunistas han sido los sepultureros del comunismo, no veo por qué han de tener otro papel en Cuba.
Pese a los empeños del castrismo de asociarse a ese engendro chavista que es el llamado socialismo del siglo XXI, el fracasado experimento cubano pertenece enteramente a la dinámica del siglo XX, mucho más cercano a Corea del Norte que a Venezuela o a Bolivia, anquilosado en el modelo clásico de los regímenes marxista-leninistas, no obstante algunas aperturas o reformas que podemos tachar de superficiales sin pecar por ello de fanáticos.
Es pertinente, me parece a mí, que se articule un estado de opinión –entre cubanos de dentro y fuera– que condene a la tiranía y le cierre las puertas del porvenir, y esto pasa por negarle todo asomo de legitimidad (de origen y de destino). La apuesta política debe ser, en mi opinión, activa y radical, sin caer en la tentación de la inercia que genera el escepticismo y la pereza ciudadana ni en el facilismo de las soluciones a corto plazo que pasan por la lamentable complicidad. Las grandes esperanzas están a mediano y a largo plazo, no debemos permitir que nos las enturbien las pequeñas.



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